El Melocotón Mecánico
colaboraciones: 1998-2000

En 1998 Raúl Gonzálvez del Águila publicó un anuncio en la prensa: en él solicitaba colaboradores para su nueva revista especializada en ciencia ficción, fantasía y terror, el fanzine El Melocotón Mecánico (se puede rastrear mi colaboración gracias a las bibliotecas de Términus Trantor y La Tercera Fundación). Siempre atraído por estos asuntos, me decidí a responder al anuncio y escribí a Raúl. Fruto de ello surgió una colaboración que se extendió durante algunos de los primeros números de la revista. Por desgracia, con el tiempo cada vez me resultó más difícil enviar nuevos textos, porque fui centrándome en otras tareas que me robaban dedicación, y finalmente en 2000 tuve que rendirme. La revista cambió su nombre por el de VALIS en 2001. Avanzó un tiempo de manera firme, junto con otras diversas iniciativas editoriales de Rául (el Grupo Editorial AJEC).

En abril de 2002 supe que alguno de mis relatos publicados en El Melocotón Mecánico (tal vez el mismo que muestro a continuación) despertó ciertas expectativas como integrante de la «cosecha del 99» de la ciencia ficción española. Llovió mucho, tres años nada menos hasta que me enteré... Se recoge en un artículo/reseña firmado por Juan Manuel Santiago en el Códice Estelar, Boletín de la Hispacón 99. La Hispacón es la convención anual de la ciencia ficción en España; mi nombre aparece citado entre otros muchos y en mitad del artículo como posible «recambio generacional» para el género, eso sí, con la indicación de que todavía me quedaba mucho por aprender. No obstante, me sorprendió y, por qué no decirlo, me enorgulleció ese reconocimiento, no sé yo si merecido... El que no se consuela, aunque sea con algo que parece tan pequeño como una mención de pasada en un artículo, es porque no quiere.

«Ciega mente»

[Relato aparecido en El Melocotón Mecánico, primera época, volumen 3.º, invierno de 1999, con ilustraciones de Francisco Manuel Mancera Reyes]

(Un recuerdo para Aldous Huxley, George Orwell, B. F. Skinner y Jack London)

La colmena crecía.

En diversas ocasiones, Rhad se enfrentó a la certeza de su propia indefensión. Una mirada o una palabra en cierto tono bastaban para herirle en las entrañas, sordamente, pero en lo profundo. Esto ocurría desde que la había hallado. Antes, nunca. Pero ella, aquella amiga, era su bálsamo, y eso compensaba la nueva debilidad que había inducido en Rhad. Ella nunca le hablaba, es cierto, pero la pequeña sonrisa que siempre apuntaba en esos ojos avellanados era reparadora. A Rhad nunca le faltaba aquella pequeña sonrisa, de una amiga que carecía de nombre. Rhad quiso dárselo en alguna oportunidad, pero descubrió que no lo necesitaba. Se dio cuenta muy pronto.

La colmena, impertérrita, crecía gris hacia el más lejano horizonte, a oriente, sur, y en busca del poniente y de la noche sobre el bóreas. La colmena medraba pieza a pieza, a base de celdillas, a lo alto y hacia el fondo, pardas y brunas, a base de puentes colgantes y pasadizos infernales, oscuros, sobre barrancos, montañas, sobre océanos y llanuras, a base de bruma viva y nubes de gas, glaucas y ácidas, a base de columnas huecas y altas chimeneas, a base del vómito de las bestias dragontinas que dormitaban en los subterráneos, dedálicos y atemporales, en jade, en hormigón, en bronce oxidado, en agujas de esmeralda... La colmena crecía y no descansaba, bajo una Mente Superior.

Rhad vivía sin sobresaltos. Normalmente. Ocupaba una de las celdillas; de modo transitorio, es cierto. No anhelaba la felicidad; nunca la había experimentado. Vivía con simplicidad, y aportaba con regular apremio su contribución al desarrollo de la colmena. Así era la Ley, llamada Natural y Eterna desde el primer segundo del Tiempo Conocido, inscrita indeleble en la más profunda consciencia de los individuos. Y Rhad cumplía la Ley. Por su propia naturaleza.

En la colmena habitaban millones de individuos, siempre en número incrementado: la Mente Superior se alojaba (al parecer) en una colosal celda hermética de emplazamiento que nadie necesitaba (ni se preocupaba por) conocer; de esa celda surgían de continuo nuevas remesas de individuos, en concreto 222 de ellos a cada latido. La Mente Superior era la abeja reina de la colmena. En la colmena habitaban millones de individuos, y todos aportaban su contribución según sus propias capacidades prefijadamente innatas: aquí, una mano para apretar una tuerca; allá, un oído para captar la menor fuga en las cañerías de vapor; en otro lugar, un cerebro que calculase el número exacto de transeúntes o que gestionase la correcta explotación de los cultivos de invernadero; más lejos, una vida que se sacrificase por el beneficio de la totalidad... La colmena no descansaba, y crecía. No era la primera. Otras antes que ella...

Era habitual la ausencia de visitas. En la celdilla, Rhad con suerte había recibido tres a lo largo de los años. No se trataba de un hecho excepcional: por cierto, nadie las recibía. Normalmente. Era una necesidad no contemplada por la Ley Natural y Eterna. Por tanto, no era tenida en cuenta. Por tanto, no era una necesidad. Tampoco era necesaria la comunicación ajena a las exigencias del desarrollo de la totalidad. Rhad tan sólo había quebrantado esta costumbre ancestral cuando, una tarde, se dirigió a la amiga, abrió la boca e intentó articular el sentimiento que le invadía con su contemplación. Le brotó una solitaria vocal, «o», pero se descubrió satisfecho. La satisfacción fue grande al constatar que la sonrisa no había huido de la mirada de la amiga por aquel atrevimiento. Muy bien. Pero más tarde le embargó la culpa, se creyó un violador del orden, temió que algún observador anónimo le hubiera descubierto, y no recayó en el pecado de la comunicación durante un largo periodo. A pesar de este abandono posterior, ni aun así la mirada de la amiga perdió su llamita de sonrisa, y así era, toda vez que cruzaba esa mirada con la suya. Al parecer, ella nada sabía del Mandato Superior.

La colmena tragaba espacio sin desmayo. Ningún obstáculo duraba más de... Ninguna oposición externa era capaz de desviar el avance. La colmena lo devoraba todo. Crecía lejos y lejos, arriba y arriba, extraía los materiales pertinentes de inconmensurables depósitos misteriosamente preconstruidos... Apenas existían errores o fallos en el sistema o en la ejecución del Plan. Era cierto que, por ejemplo, poco atrás se había derrumbado una torre de 222 plantas, provocando la muerte de los miles de individuos que participaban en su construcción; pero la torre fue reedificada y los individuos sustituidos. Una anécdota que no podía alterar el Plan. La Ley Natural y Eterna nada decía con referencia al lamento por las pérdidas individuales, pues el lamento constituía una acción improductiva de por sí y, de este modo, indigna de consideración. Además, las mentes individuales habían sido genéticamente liberadas de toda curiosidad. Ejemplo de esto era también que nadie se preguntara el porqué de la elección del número 222 como base sobre la que se debía ordenar el sistema. Así era, bajo la Mente Superior.

La amiga siempre le sonreía. Ambos se miraban durante horas cuando Rhad retornaba a la celdilla tras su aportación diaria a la colectividad. En una ocasión, Rhad incluso se atrevió a besarla. Fue un impulso no invocado por su pensamiento consciente. Brotó. Ella permaneció inmóvil y no parpadeó siquiera.

La colmena crecía en su propio avance regulado sobre el mundo. Y creció tanto que por fin se encontró a sí misma. En ese momento, cuando ya no quedó ni un rincón libre en toda la superficie del geoide, los individuos que participaban en la construcción del último módulo de celdillas quedaron perplejos. La Mente Superior ya había solucionado con previsión anticipada este problema, sin embargo, y pronto llegó la Orden: lo construido debía ser desmontado, pieza a pieza, inversamente a como había sido edificado. Los individuos se encogieron de hombros y pusieron manos a la obra (o des-obra). Ellos no lo sabían, pero en el pasado había sucedido otro tanto 220 veces. Tampoco sabían que la Mente Superior quería cumplir el Ciclo de 222 construcciones y destrucciones del mundo. No tenían por qué saberlo. Sencillamente, se limitaban a aportar su contribución.

Rhad aportaba su contribución en el Archivo n.º 37. El Archivo n.º 37 contenía planos de las sucesivas constru-destrucciones del mundo; también documentos y curiosidades relativos a las épocas previas a la Primera Construcción.

Así como la colmena debía ser desmantelada, el número de individuos que la habitaban habría de reducirse. Era la Ley Natural y Eterna. Los individuos seleccionados para tan importante contribución marchaban a su sacrificio en los hornos con la certeza de que así beneficiaban a la totalidad: con su desaparición en sí y con el aporte energético generado por la combustión de sus —ya innecesarios— cuerpos.

Rhad había hallado a la amiga en el Archivo n.º 37. Y la sacó de allí a escondidas. Fue un impulso no invocado por su pensamiento consciente. Brotó; (un fallo en su condicionamiento de conducta... No era importante. Se trataba de uno de los 222 errores por millón tolerados en el desarrollo del Plan). Rhad condujo a su amiga a la celdilla. Era un rostro, nada más. El rostro fotografiado de una muchacha morena en la portada de una publicación trivial de época previa al Tiempo Conocido. Pero era su amiga. La escogió así por un impulso, porque mientras reordenaba el archivo encontró sus ojos casualmente, y esos ojos le sonrieron, y eso era algo nuevo y maravilloso que nunca antes había gozado en la existencia. Por eso brotó el impulso. Por eso se la llevó a escondidas, oculta entre el ropaje; la llevó a la celdilla y la miró tarde tras tarde, e incluso intentó dialogar con ella, «o», y hasta una vez la besó. Poco después de ese único beso, un día Rhad recibió un comunicado. Su aportación en el Archivo nº 37 había concluido. No era probable que el cese tuviera relación con su desliz; simplemente, era su turno. A partir de entonces, Rhad debería contribuir en el Grupo de Eliminación para el beneficio de la totalidad.

Mientras tanto, la colmena decrecía, pieza a pieza, los materiales eran enviados a depósitos inconmensurables para su reutilización futura, los depósitos eran sellados una vez llenos, el Grupo de Eliminación aceleraba su ritmo de actividad...

Cuando Rhad marchó a su nuevo destino iba sereno. En su compañía, en el cargamento, otros 221 individuos. Sin embargo, sólo Rhad tenía el recuerdo de una amiga. Y ante el horno (un error más en su condicionamiento) sólo Rhad sonrió.

Un evo más adelante, cuando al reducirse alcanzó el umbral inferior de desarrollo operativo eficaz, la colmena invirtió el proceso y reanudó por ducentésima vigésima segunda vez su crecimiento. Lo concluyó un evo más tarde. Y decreció de nuevo y por última vez, hasta desaparecer. Entonces, la Mente Superior dio por consumado el Ciclo y permitió que los últimos 222 individuos de ambos sexos que permanecían eficazmente operativos (vivos) se guiaran por fin (y como lo habían hecho individuos semejantes a ellos antes de la Primera Construcción) por su propio albedrío. Entre los individuos surgió la confusión, pero no recibieron ayuda: la Mente Superior se había marchado y no se interesó más por el mundo. Con aquel juego ya había cubierto su vacío.

 

[© Jorge Mangas Peña, 1996. N.º de R.P.I.: M-43082]

 

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